Tengo un dicho: el
que no quiere adelantar, retrocede; pero vamos a disociar aquí algunos
términos: crecer, evolucionar, mejorar no siempre se traduce en términos de
tecnología increíble, a mí hablar de futuro me recuerda más a una evolución
social. Y, desde luego, he crecido en cualquier sentido de la vida
consecuentemente. Nos preguntan cómo nos imaginamos el futuro y nos encanta
fantasear sobre coches que vuelan, ordenadores que leen el pensamiento o
recetas de cocina que se hacen solas; y así pasó con una práctica que hicimos
cuando cursé el Máster de Educación, año 2015: muchos idealizaron las clases
del 2030 imaginando increíbles aparatos para pasar lista, gafas para enseñar y
aprender y homologramas en cinco dimensiones. Lo mío fue algo más atinado,
podéis llamarlo prudente si queréis, tampoco quise crearme demasiadas ilusiones
haciendo mi práctica aquel año. Quizá porque Martin en Regreso al futuro ya se imaginaba un 2015 que, la
verdad, distaba un poco de parecerse a la realidad que viví ese año lo que
rompe cualquier idealización que podamos habernos planteado. Y claro, con
referentes como estos, no podíamos crearnos demasiadas expectativas.
Está claro que
hemos avanzado; mucho, además. De hecho, mi lucha contra los Neoteo sigue
siendo diaria: aún no he conseguido hacerlos desaparecer durante los exámenes
en mis clases y resulta imposible evitar que puedan traspasarse ideas a través
de la mente sin que yo si quiera me percate. Chuletas, así lo llamaban cuando
yo era la que me sentaba en el pupitre.
Pero hay algo de lo que sí me siento orgullosa, algo que en
2015 aún no habíamos conseguido del todo y hoy está más que superado: el
protagonismo del alumno. Los chicos son ahora el centro de las clases, son
ellos los que motivan, los que enseñan y tú -el profesor-, eres el que guía
todo ese proceso, así que siéntete parte también. Si bien los avances en
tecnología son más que evidentes, el gran cambio está en el sistema que hemos
adoptado los profesores, el nuevo rumbo del proceso de enseñanza-aprendizaje
del que tanto me hablaban en el Máster y me parecía tan utópico. Las clases
magistrales dieron sus últimos coletazos en los primeros años de mi carrera
profesional y el trabajo y las ganas vencieron definitivamente a la apatía y
dejadez de profesores que no querían comprometerse; y, en cuanto a esto, no
podemos quitarle mérito a las TIC en el aula que han ayudado a conseguir
nuestro reto; son una herramienta que los engancha.
El alumno quiere saber la utilidad
de lo que estás enseñándole, se pregunta para qué va a servirle –mientras tú te
preguntas cómo hacérselo llegar– por lo que los conocimientos están del todo
vinculados a su actualidad más próxima: presentaremos a Larra relacionado con la
hipocresía de nuestros políticos, hablaremos de la necesidad de hablar bien y
saber gramática y ortografía para que mañana puedan escribir un libro y les
enseñaremos teatro dramatizando el propio teatro (te ahorrarás responder a
cuestiones sobre la utilidad del Lazarillo
de Tormes para su vida
cotidiana). Este es el gran cambio del futuro, darle utilidad real a lo que
hacemos, que sepan para qué les va a servir, que formen parte del proyecto, que
sean ellos los que lo motiven. El otro día bromeábamos en clase: les conté que
yo aprendía los verbos irregulares en inglés de memoria en forma de tablas y
que nos hacían estudiar la vida de Miguel Hernández para copiarla por escrito
en los exámenes, les conté cómo el profesor leía el libro de texto en clase (y
en un alarde de dinamismo nos hacía leer a nosotros de uno en uno), cómo era
más interesante jugar con un bolígrafo que escuchar al profesor, que llegué a
la carrera sin haber hablado nunca frente a una clase y exponer un tema. Aún se
ríen de mi broma.
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